Autobiografía - Primera versión

Mis primeros acercamientos a la lectura se jactan de ser intermitentes. En la casa de mi papá siempre hubo muchos libros de todo tipo. Además de ser un hombre que disfruta de la historia y de las buenas obras, nunca deja pasar una oferta. En esos tiempos La Nación entregaba libros junto a sus publicaciones por solo 29 pesos, y lentamente la biblioteca se fue expandiendo. “La metamorfosis” de Kafka o “Las flores del mal” de Baudelaire son algunos de los textos que aún contiene su colección, pero ésta no iba a llamarme la atención hasta mucho tiempo después.

Después de aprender a leer a los cinco años, gracias a la insistencia de mi abuelo con las señales de tránsito en la calle o los carteles publicitarios, Narnia fue el primer libro que formalmente intenté leer, cuando tenía aproximadamente diez años. Claro está que no entendí absolutamente nada, no pude pasar de la décima página y mi primer acercamiento terminó antes de comenzar. No puedo evitar adjudicar cierto porcentaje del fracaso a que el libro fuera el segundo de la saga, aunque eso no sirve mucho para reivindicarme.

Cuando llegó el segundo año de la secundaria, llegó Literatura y con ella una serie de lecturas que de a poco fueron incrementando en mí un hambre intrínseco para la posteridad. Me acerqué a los clásicos, como “Robinson Crusoe” y “El diario de Ana Frank”, que a pesar de hacerme fruncir el ceño un puñado de veces, se constituyeron como las primeras piezas de lectura que concluí en mi vida.

El año pasó y un par de libros más tarde, me topé con la obra que me llevaría al cambio de paradigma. La obra que me haría entender que no se trata del concepto universal de libro como tal, sino de aquello que contienen sus páginas: “En la línea recta” de Martin Blasco, un libro corto, argentino y completamente cautivador para la Mica de catorce años. Esta desgarradora historia expuesta de un modo tan sencillo, que se compone de temas como el duelo, la reconstrucción familiar y los primeros acercamientos con la adultez, me gustó tanto que no solo me hizo olvidar su carácter de lectura obligatoria para la escuela, sino que me convenció de que los libros iban a convertirse en un hobby inseparable de mi persona.

Fui adquiriendo diversas lecturas juveniles, que hoy ya no representan la maravilla que alguna vez fueron, pero tienen arraigadas recuerdos muy valiosos. Me hice fan de una autora y conocí muchas personas, algunas que hasta el día de hoy considero amistades preciadas. Mi adolescencia se colmó de idas a la Feria del Libro, presentaciones, firmas de autores y encuentros editoriales; sumando risas, dolores de rodillas y anécdotas de filas.

Poco a poco fui emprendiendo un viaje hacia lecturas más complejas, que me hicieron pensar más allá del disfrute e interesarme por la vida de los autores. Eso me llevó en consecuencia a los Diarios, entre ellos el de Alejandra Pizarnik, quien también formó parte en mis primeros acercamientos a la escritura. Hasta entonces solo había experimentado la exteriorización de mis sentimientos y pensamientos más profundos en papel, no había intentado la ficción o la poesía. Pero algo que sucede cuando consumís mucha lectura, es la fascinación (y también la envidia) por el proceso mental y físico de los autores a la hora de trabajar; ese síndrome del impostor que te lleva a cuestionar si serías capaz de elaborar una obra al menos 1% similar a la que estás agotando.

Hasta el día de hoy mi escritura permanece en, casi toda su totalidad, privada. Compartí algunos escritos en clases, con amigos, incluso en redes sociales, mayormente desde el anonimato. Pero aún me encuentro insegura y con poca decisión como para dar un paso más grande. Incluso debo admitir que siento que todavía no encontré mi rumbo, el camino elegido sólo para mí para escribir, pero confío en que va a llegar. Mientras tanto me divierto y de vez en cuando exorcizo mis demonios, como dijo Cortazar, en la esquina de alguna hoja de cuadernillo, en un diario escondido en mi habitación o en las notas de mi teléfono. Sin saber, pero secretamente considerando, si alguna vez tendrán más de un lector.


Pensando en tres momentos significativos de mi vida se genera un debate interno que lucho por dilucidar: cómo surfear la fina línea entre la profundidad y lo apto para revelar, cómo encarar la vulnerabilidad, qué tono emplear.

Mi vida está caracterizada por cambios constantes. Si tuviera que elegir uno para arrancar sería la primera vez que me mudé a los nueve años. Antes que eso mi familia ya había sufrido transformaciones trascendentales, como cuando mis papás se separaron apenas cinco años después de mi nacimiento, pero siendo honesta eso jamás fue factor principal de mis preocupaciones, incluso ahora siento que es algo inherente de mi historia y nunca lo problematizo. Pero la primera vez que me mudé (y sí, digo la primera porque hubo más), fue algo significativo entonces, ya que además de irme del lugar donde me crié, me fui de mi primera y única escuela hasta ese momento y de mis primeros ámbitos de sociabilidad, como mi instituto de danza. A través de los años iría descubriendo que, en tanto virtud o defecto, la mutabilidad se haría una necesidad y se haría parte fundamental de mi personalidad, y en consecuencia su aceptación sin tapujos.

Con la nueva casa, la nueva escuela, la nueva actividad extracurricular y los nuevos amigos, que no tardaron demasiado en llegar gracias a mi facilidad para iniciar conversaciones, se sumaría un nuevo integrante en mi familia materna. Un año después de la mudanza llegó mi hermanito. El embarazo fue complejo desde el comienzo, mi mamá estaba por cumplir cuarenta años y habían pasado diez desde su último embarazo, y casi trece desde el primero. Pero a pesar de todas las complicaciones y los malos tragos que afrontamos esos meses, mi hermanito nacería para cambiar muchas de mis perspectivas. Yo estaba emocionada por tener un hermano menor, pero hasta entonces no había contemplado que eso también significaba que mi rol cambiaría. Me convertí en hermana mayor al comienzo de la adolescencia y entonces descubrí una serie de preocupaciones y alegrías que no sabía que eran capaces de vivenciar.

La adolescencia sin dudas es una de las etapas más experimentales de la vida de los seres humanos. Dentro, o a través, de ella descubrí que tipo de música me gustaba, me cuestioné sobre el conocimiento que tenían de mis padres sobre mí (que sí, es prácticamente absoluto a pesar que te pases años negándolo), elegí la carrera universitaria que estoy estudiando, tuve mis primeros pasos en el amor y también en la amistad. El internet fue escenario de muchas de esas cuestiones. Dentro de las redes sociales, en particular Twitter, pude tener contacto con mis artistas favoritos, discutí sin sentido con gente a quien hoy no recuerdo, pasé madrugadas riéndome a carcajadas y coseché muchas amistades que hasta hoy conservo, entre ellos mi mejor amigo. El internet con su principio integrador, que le da lugar tanto a lo bueno, a lo promedio y a lo peor de la sociedad, me sirvió para conocer más a fondo los rincones de mi personalidad que quizás en la estandarización de la escuela o en la normativa familiar, no había tenido lugar para explorar.


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