Autobiografía
Me llamo Micaela. Según un cuadrito de plástico que llevo conmigo desde una visita que hicieron mis padres a Luján cuando yo era apenas un bebé, mi nombre es de origen hebreo y significa: ¿Quién es como Dios? Se me hace un dato divertido ya que en realidad no soy creyente, mi familia tampoco. Pero a lo largo de mis veinte años y medio de vida, mis diferentes barrios y casas, jamás me deshice de ese pequeño cuadro amarillo, siempre adornó un rincón de mi habitación. Incluso ahora se encuentra frente a mi cama. Creo que eso habla por sí solo del rasgo nostálgico de mi personalidad, que me ha llevado a conservar un arsenal de cosas al pasar los años, rasgo que se contrapone con mi contexto siempre mutable.
También se me hace chistoso el hecho de que mi fecha esperable de nacimiento fuera el 8 de diciembre de 2003. Pero por algún motivo decidí ser ochomesina, naciendo el miércoles 12 de noviembre. Quizás no comparta aniversario con la virgen y mi cumpleaños no caiga un feriado ni sea verano, pero sí puedo decir que tengo el mismo cumpleaños que Anne Hathaway, actriz protagonista de mi película favorita “El Diablo Viste a la Moda”; y que el uruguayo Enzo Francescoli, ídolo de River, el club del cual mi papá es fanático y nos haría socios a mi y a mi hermano a una corta edad.
El famoso cuadro amarillo sigue con una descripción, totalmente generalizadora, de cómo son las llamadas Micaela. Debo admitir que puedo encontrar similitudes y discrepancias. Por ejemplo, dice que somos “imaginativas, creativas y soñadoras”, algo que creo que se conecta fuertemente con mi tendencia a la lectura y la posterior exploración de la escritura. Desde muy chica me gustó crear escenarios en mi cabeza. Sobre mí misma, sobre gente que conozco o incluso inventada. Estuve noches pensando nudos y desenlaces, pasando historias a papel y otras veces dejándolas morir en el recuerdo. La mayoría de sueños que perduran en mi memoria son de mi infancia, pesadillas que tal vez inconscientemente neutralizaban los problemas que habían en casa o sobre deseos a los que me aferraba.
En lo de mi papá siempre hubo muchos libros de todo tipo. Además de ser un hombre que disfruta de la Historia y de las buenas obras, nunca deja pasar una oferta. En esos tiempos La Nación entregaba libros junto a sus publicaciones por solo 29 pesos, y lentamente la biblioteca se fue expandiendo. “La metamorfosis” de Kafka o “Las flores del mal” de Baudelaire son algunos de los textos que aún contiene su colección, pero ésta no iba a llamarme la atención hasta mucho tiempo después.
Mientras tanto mi vida se caracterizaba en ir a la escuela, donde debo admitir tímidamente que siempre me desempeñé bien, más allá de algunas llamadas de atención por ser “muy charlatana”, y pasar los fines de semana en la casa de mi papá, con asados en los quinchos de River antes de los partidos, matecocidos caseros con mis abuelos y peleas por quién sacaba la mesa y quién lavaba los platos. Hice algunas actividades como danza y estuve en un grupo scout por cinco años, donde aprendí muchas cosas, pasé noches de frío en carpas, cantando en fogones y tardes pintando paredes o haciendo la merienda en geriátricos.
Cuando llegó el segundo año de la secundaria, llegó Literatura y con ella una serie de lecturas que de a poco fueron incrementando en mí un hambre por ellas. Me acerqué a los clásicos, como “Robinson Crusoe” y “El diario de Ana Frank”, que a pesar de hacerme fruncir el ceño un puñado de veces, se constituyeron como los primeros libros que concluí en mi vida. Meses y un par de caracteres más tarde, me topé con la obra que me llevaría al cambio de paradigma. La obra que me haría entender que no se trata del concepto universal de libro como tal, sino de aquello que contienen sus páginas: “En la línea recta” de Martin Blasco, un libro corto, argentino y cautivador para la Mica de catorce años. Esta desgarradora historia expuesta de un modo tan sencillo, que se compone de temas como el duelo, la reconstrucción familiar y los primeros acercamientos con la adultez, me gustó tanto que no solo me hizo olvidar su carácter de lectura obligatoria para la escuela, sino que me convenció de que los libros iban a convertirse en un hobby inseparable de mi persona.
Fui adquiriendo diversas lecturas juveniles, que hoy ya no representan la maravilla que alguna vez fueron, pero tienen arraigadas recuerdos muy valiosos. Me hice fan de una autora y conocí muchas personas. Mi adolescencia se colmó de idas a la Feria del Libro, presentaciones y firmas; sumando dolores de rodillas y anécdotas de filas.
La adolescencia sin dudas es una de las etapas más experimentales de la vida de los seres humanos. A través de ella descubrí qué tipo de música me gustaba, elegí la carrera universitaria que estoy estudiando, tuve mis primeros pasos en el amor y también en la amistad. El Internet fue escenario de muchas de esas cuestiones. Dentro de las redes sociales, en particular Twitter, pude tener contacto con mis artistas favoritos, discutí sin sentido con gente a quien hoy no recuerdo, pasé madrugadas riéndome a carcajadas y coseché muchas amistades que hasta hoy conservo, entre ellos mi mejor amigo. El Internet con su principio integrador, que le da lugar tanto a lo bueno, a lo promedio y a lo peor de la sociedad, me sirvió para conocer más a fondo los rincones de mi personalidad que quizás en la estandarización de la escuela o en la normativa familiar no había tenido lugar para explorar.
Recapitulando brevemente, el preciado cuadrito amarillo continua diciendo: “Con su carácter muy divertido y su mente equilibrada, logran [la llamadas Micaela] hacer realidad todos sus sueños y proyectos”. Honestamente creo que se pasa de idealista, pero no puedo negar que secretamente me pasé años esperando que fuera cierto. Supongo que más allá de tomarlo como hecho premonitorio, lo utilicé (y utilizo) como un impulso diario. No estoy segura de si efectivamente soy así, pero como esta es mi autobiografía, puedo tranquilamente decir que estoy segura de que soy todo lo que mencioné anteriormente. Estoy segura de que mi comida favorita es el chipá guazú que cocina mi abuela Berna; estoy segura de que mi hermano mayor siempre va a ser mi compañero de vida, pero que mi hermanito menor es a quien yo quiero acompañar; estoy segura de que camino rápido incluso cuando estoy llegando temprano; estoy segura de que iba a la escuela en pleno invierno con ropa calentita porque mi mamá se encargaba de levantarse temprano para ponerla cerca de la estufa; estoy segura de que disfruto demasiado ir al supermercado, más que al cine; estoy segura de que mi papá es el hombre más gracioso del mundo; estoy segura de que pasé muchos años teniéndole miedo a la gata de mi abuela solo para darme cuenta que el gato es mi animal favorito, y que probablemente yo sea uno en otra línea temporal.
Estoy segura de muchas cosas que no soy y posiblemente no tan segura de otras que sí. Pero algo que puedo afirmar es que, a pesar de olvidarme la mitad del año de la existencia del cuadrito amarillo, me gusta descubrirme a través de él e imaginar cuántas otras Micaelas están haciendo lo mismo, dando cuenta que nos diferenciamos, más allá de nuestras vivencias más o menos parecidas, en nuestras percepciones que le adjudican o no importancia. Por eso comprendo mi pertinencia en compartir los datos expuestos en esta autobiografía.
Comentarios
Publicar un comentario